Reflexión de Carmen Pallarés:
29/11/14
28/11/14
Adviento dehonianos 2014
|
25/11/14
Discurso íntegro del Papa Francisco en el Parlamento Europeo
Señor
Presidente, Señoras y Señores Vicepresidentes,
Señoras
y Señores Eurodiputados,
Trabajadores
en los distintos ámbitos de este hemiciclo,
Queridos
amigos
Les
agradezco que me hayan invitado a tomar la palabra ante esta institución
fundamental de la vida de la Unión Europea, y por la oportunidad que me ofrecen
de dirigirme, a través de ustedes, a los más de quinientos millones de
ciudadanos de los 28 Estados miembros a quienes representan.
Agradezco
particularmente a usted, Señor Presidente del Parlamento, las cordiales
palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre de todos los miembros de la
Asamblea.
Mi
visita tiene lugar más de un cuarto de siglo después de la del Papa Juan Pablo
II.
Muchas cosas han cambiado desde entonces, en Europa y en todo el mundo. No
existen los bloques contrapuestos que antes dividían el Continente en dos, y se
está cumpliendo lentamente el deseo de que «Europa, dándose soberanamente
instituciones libres, pueda un día ampliarse a las dimensiones que le han dado
la geografía y aún más la historia».1
Junto
a una Unión Europea más amplia, existe un mundo más complejo y en rápido
movimiento. Un mundo cada vez más interconectado y global, y, por eso, siempre
menos «eurocéntrico». Sin embargo, una Unión más amplia, más influyente, parece
ir acompañada de la imagen de una Europa un poco envejecida y reducida, que
tiende a sentirse menos protagonista en un contexto que la contempla a menudo
con distancia, desconfianza y, tal vez, con sospecha.
Al
dirigirme hoy a ustedes desde mi vocación de Pastor, deseo enviar a todos los
ciudadanos europeos un mensaje de esperanza y de aliento.
Un mensaje de
esperanza basado en la confianza de que las dificultades puedan convertirse en
fuertes promotoras de unidad, para vencer todos los miedos que Europa – junto a
todo el mundo – está atravesando.
Esperanza en el Señor, que transforma el mal
en bien y la muerte en
vida.
Un
mensaje de aliento para volver a la firme convicción de los Padres fundadores
de la Unión Europea, los cuales deseaban un futuro basado en la capacidad de
trabajar juntos para superar las divisiones, favoreciendo la paz y la comunión
entre todos los pueblos del Continente.
En
el centro de este ambicioso proyecto político se encontraba la confianza en el
hombre, no tanto como ciudadano o sujeto económico, sino en el hombre como
persona dotada de una dignidad trascendente.
Quisiera
subrayar, ante todo, el estrecho vínculo que existe entre estas dos palabras:
«dignidad» y «trascendente».
La
«dignidad» es la palabra clave que ha caracterizado el proceso de recuperación
en la segunda postguerra.
Nuestra historia reciente se distingue por la
indudable centralidad de la promoción de la dignidad humana contra las
múltiples violencias y discriminaciones, que no han faltado, tampoco en Europa,
a lo largo de los siglos.
La percepción de la importancia de los derechos
humanos nace precisamente como resultado de un largo camino, hecho también de
muchos sufrimientos y sacrificios, que ha contribuido a formar la conciencia
del valor de cada persona humana, única e irrepetible.
Esta conciencia cultural
encuentra su fundamento no sólo en los eventos históricos, sino, sobre todo, en
el pensamiento europeo, caracterizado por un rico encuentro, cuyas múltiples y
lejanas fuentes provienen de Grecia y Roma, de los ambientes celtas, germánicos
y eslavos, y del cristianismo que los marcó profundamente,2 dando lugar al
concepto de «persona».
Hoy,
la promoción de los derechos humanos desempeña un papel central en el
compromiso de la Unión Europea, con el fin de favorecer la dignidad de la
persona, tanto en su seno como en las relaciones con los otros países. Se trata
de un compromiso importante y admirable, pues persisten demasiadas situaciones
en las que los seres humanos son tratados como objetos, de los cuales se puede
programar la concepción, la configuración y la utilidad, y que después pueden
ser desechados cuando ya no sirven, por ser débiles, enfermos o ancianos.
Efectivamente,
¿qué dignidad existe cuando falta la posibilidad de expresar libremente el
propio pensamiento o de profesar sin constricción la propia fe religiosa?
¿Qué
dignidad es posible sin un marco jurídico claro, que limite el dominio de la
fuerza y haga prevalecer la ley sobre la tiranía del poder?
¿Qué dignidad puede
tener un hombre o una mujer cuando es objeto de todo tipo de discriminación?
¿Qué dignidad podrá encontrar una persona que no tiene qué comer o el mínimo
necesario para vivir o, todavía peor, el trabajo que le otorga dignidad?
Promover
la dignidad de la persona significa reconocer que posee derechos inalienables,
de los cuales no puede ser privada arbitrariamente por nadie y, menos aún, en
beneficio de intereses económicos.
Es
necesario prestar atención para no caer en algunos errores que pueden nacer de
una mala comprensión de los derechos humanos y de un paradójico mal uso de los
mismos.
Existe hoy, en efecto, la tendencia hacia una reivindicación siempre
más amplia de los derechos individuales, que esconde una concepción de persona
humana desligada de todo contexto social y antropológico, casi como una
«mónada» (μονάς), cada vez más insensible a las otras «mónadas» de su
alrededor.
Parece que el concepto de derecho ya no se asocia al de deber,
igualmente esencial y complementario, de modo que se afirman los derechos del
individuo sin tener en cuenta que cada ser humano está unido a un contexto
social, en el cual sus derechos y deberes están conectados a los de los demás y
al bien común de la sociedad misma.
Considero
por esto que es vital profundizar hoy en una cultura de los derechos humanos
que pueda unir sabiamente la dimensión individual, o mejor, personal, con la
del bien común, con ese «todos nosotros» formado por individuos, familias
y grupos intermedios que se unen en comunidad social.3
En efecto, si el derecho
de cada uno no está armónicamente ordenado al bien más grande, termina por
concebirse sin limitaciones y, consecuentemente, se transforma en fuente de
conflictos y de violencias.
Así,
hablar de la dignidad trascendente del hombre, significa apelarse a
su naturaleza, a su innata capacidad de distinguir el bien del mal, a esa
«brújula» inscrita en nuestros corazones y que Dios ha impreso en el universo
creado;4 significa sobre todo mirar al hombre no como un absoluto, sino como un ser
relacional.
Una de las enfermedades que veo más extendidas hoy en Europa es la soledad,
propia de quien no tiene lazo alguno. Se ve particularmente en los ancianos, a
menudo abandonados a su destino, como también en los jóvenes sin puntos de referencia
y de oportunidades para el futuro; se ve igualmente en los numerosos pobres que
pueblan nuestras ciudades y en los ojos perdidos de los inmigrantes que han
venido aquí en busca de un futuro mejor.
Esta
soledad se ha agudizado por la crisis económica, cuyos efectos perduran todavía
con consecuencias dramáticas desde el punto de vista social. Se puede constatar
que, en el curso de los últimos años, junto al proceso de ampliación de la
Unión Europea, ha ido creciendo la desconfianza de los ciudadanos respecto a
instituciones consideradas distantes, dedicadas a establecer reglas que se
sienten lejanas de la sensibilidad de cada pueblo, e incluso dañinas.
Desde
muchas partes se recibe una impresión general de cansancio y de envejecimiento,
de una Europa anciana que ya no es fértil ni vivaz. Por lo que los grandes
ideales que han inspirado Europa parecen haber perdido fuerza de atracción, en
favor de los tecnicismos burocráticos de sus instituciones.
A
eso se asocian algunos estilos de vida un tanto egoístas, caracterizados por
una opulencia insostenible y a menudo indiferente respecto al mundo
circunstante, y sobre todo a los más pobres. Se constata amargamente el
predominio de las cuestiones técnicas y económicas en el centro del debate
político, en detrimento de una orientación antropológica auténtica.5
El ser
humano corre el riesgo de ser reducido a un mero engranaje de un mecanismo que
lo trata como un simple bien de consumo para ser utilizado, de modo que –
lamentablemente lo percibimos a menudo –, cuando la vida ya no sirve a dicho
mecanismo se la descarta sin tantos reparos, como en el caso de los enfermos
terminales, de los ancianos abandonados y sin atenciones, o de los niños
asesinados antes de nacer.
Este
es el gran equívoco que se produce «cuando prevalece la absolutización de la
técnica»,6 que termina por causar «una confusión entre los fines y los
medios».7
Es el resultado inevitable de la «cultura del descarte» y del «consumismo
exasperado».
Al contrario, afirmar la dignidad de la persona significa
reconocer el valor de la vida humana, que se nos da gratuitamente y, por eso,
no puede ser objeto de intercambio o de comercio.
Ustedes, en su vocación de
parlamentarios, están llamados también a una gran misión, aunque pueda parecer
inútil:
Preocuparse
de la fragilidad de los pueblos y de las personas. Cuidar la fragilidad quiere
decir fuerza y ternura, lucha y fecundidad, en medio de un modelo funcionalista
y privatista que conduce inexorablemente a la «cultura del descarte».
Cuidar de
la fragilidad de las personas y de los pueblos significa proteger la memoria y
la esperanza; significa hacerse cargo del presente en su situación más marginal
y angustiante, y ser capaz de dotarlo de dignidad.8
Por
lo tanto, ¿cómo devolver la esperanza al futuro, de manera que, partiendo
de las jóvenes generaciones, se encuentre la confianza para perseguir el gran
ideal de una Europa unida y en paz, creativa y emprendedora, respetuosa de los
derechos y consciente de los propios deberes? Para responder a esta
pregunta, permítanme recurrir a una imagen.
Uno de los más célebres frescos de
Rafael que se encuentra en el Vaticano representa la Escuela de Atenas. En
el centro están Platón y Aristóteles. El primero con el dedo apunta hacia lo
alto, hacia el mundo de las ideas, podríamos decir hacia el cielo; el segundo
tiende la mano hacia delante, hacia el observador, hacia la tierra, la realidad
concreta.
Me parece una imagen que describe bien a Europa en su historia, hecha
de un permanente encuentro entre el cielo y la tierra, donde el cielo indica la
apertura a lo trascendente, a Dios, que ha caracterizado desde siempre al
hombre europeo, y la tierra representa su capacidad práctica y concreta de
afrontar las situaciones y los problemas.
El
futuro de Europa depende del redescubrimiento del nexo vital e inseparable
entre estos dos elementos. Una Europa que no es capaz de abrirse a la dimensión
trascendente de la vida es una Europa que corre el riesgo de perder lentamente
la propia alma y también aquel «espíritu humanista» que, sin embargo, ama y
defiende.
Precisamente
a partir de la necesidad de una apertura a la trascendencia, deseo afirmar la
centralidad de la persona humana, que de otro modo estaría en manos de las
modas y poderes del momento.
En este sentido, considero fundamental no sólo el
patrimonio que el cristianismo ha dejado en el pasado para la formación
cultural del continente, sino, sobre todo, la contribución que pretende dar hoy
y en el futuro para su crecimiento.
Dicha contribución no constituye un peligro
para la laicidad de los Estados y para la independencia de las instituciones de
la Unión, sino que es un enriquecimiento.
Nos lo indican los ideales que la han
formado desde el principio, como son: la paz, la subsidiariedad, la solidaridad
recíproca y un humanismo centrado sobre el respeto de la dignidad de la
persona.
Por
ello, quisiera renovar la disponibilidad de la Santa Sede y de la Iglesia Católica,
a través de la Comisión de las Conferencias Episcopales Europeas (COMECE), para
mantener un diálogo provechoso, abierto y trasparente con las instituciones de
la Unión Europea. Estoy igualmente convencido de que una Europa capaz de
apreciar las propias raíces religiosas, sabiendo aprovechar su riqueza y
potencialidad, puede ser también más fácilmente inmune a tantos extremismos que
se expanden en el mundo actual, también por el gran vacío en el ámbito de los
ideales, como lo vemos en el así llamado Occidente, porque «es precisamente
este olvido de Dios, en lugar de su glorificación, lo que engendra la
violencia».9
A
este respecto, no podemos olvidar aquí las numerosas injusticias y
persecuciones que sufren cotidianamente las minorías religiosas, y particularmente
cristianas, en diversas partes del mundo. Comunidades y personas que son objeto
de crueles violencias: expulsadas de sus propias casas y patrias; vendidas como
esclavas; asesinadas, decapitadas, crucificadas y quemadas vivas, bajo el
vergonzoso y cómplice silencio de tantos.
El
lema de la Unión Europea es Unidad en la diversidad, pero la unidad
no significa uniformidad política, económica, cultural, o de pensamiento. En
realidad, toda auténtica unidad vive de la riqueza de la diversidad que la compone:
como una familia, que está tanto más unida cuanto cada uno de sus miembros
puede ser más plenamente sí mismo sin temor.
En este sentido, considero que
Europa es una familia de pueblos, que podrán sentir cercanas las instituciones
de la Unión si estas saben conjugar sabiamente el anhelado ideal de la unidad,
con la diversidad propia de cada uno, valorando todas las tradiciones; tomando
conciencia de su historia y de sus raíces; liberándose de tantas manipulaciones
y fobias.
Poner en el centro la persona humana significa sobre todo dejar que
muestre libremente el propio rostro y la propia creatividad, sea en el ámbito
particular que como pueblo.
Por
otra parte, las peculiaridades de cada uno constituyen una auténtica riqueza en
la medida en que se ponen al servicio de todos. Es preciso recordar siempre la
arquitectura propia de la Unión Europea, construida sobre los principios de
solidaridad y subsidiariedad, de modo que prevalezca la ayuda mutua y se pueda
caminar, animados por la confianza recíproca.
En
esta dinámica de unidad-particularidad, se les plantea también, Señores y
Señoras Eurodiputados, la exigencia de hacerse cargo de mantener viva la
democracia de los pueblos de Europa. No se nos oculta que una concepción
uniformadora de la globalidad daña la vitalidad del sistema democrático,
debilitando el contraste rico, fecundo y constructivo, de las organizaciones y
de los partidos políticos entre sí.
De esta manera se corre el riesgo de vivir
en el reino de la idea, de la mera palabra, de la imagen, del sofisma… y se
termina por confundir la realidad de la democracia con un nuevo nominalismo
político.
Mantener viva la democracia en Europa exige evitar tantas «maneras
globalizantes» de diluir la realidad: los purismos angélicos, los
totalitarismos de lo relativo, los fundamentalismos ahistóricos, los eticismos
sin bondad, los intelectualismos sin sabiduría.10
Mantener
viva la realidad de las democracias es un reto de este momento histórico,
evitando que su fuerza real – fuerza política expresiva de los pueblos – sea
desplazada ante las presiones de intereses multinacionales no universales, que
las hacen más débiles y las trasforman en sistemas uniformadores de poder
financiero al servicio de imperios desconocidos. Este es un reto que hoy la
historia nos ofrece.
Dar
esperanza a Europa no significa sólo reconocer la centralidad de la persona
humana, sino que implica también favorecer sus cualidades. Se trata por eso de
invertir en ella y en todos los ámbitos en los que sus talentos se forman y dan
fruto.
El primer ámbito es seguramente el de la educación, a partir de la
familia, célula fundamental y elemento precioso de toda sociedad.
La familia
unida, fértil e indisoluble trae consigo los elementos fundamentales para dar
esperanza al futuro.
Sin esta solidez se acaba construyendo sobre arena, con
graves consecuencias sociales.
Por otra parte, subrayar la importancia de la
familia, no sólo ayuda a dar perspectiva y esperanza a las nuevas
generaciones, sino también a los numerosos ancianos, muchas veces obligados a
vivir en condiciones de soledad y de abandono porque no existe el calor de un
hogar familiar capaz de acompañarles y sostenerles.
Junto
a la familia están las instituciones educativas: las escuelas y universidades.
La educación no puede limitarse a ofrecer un conjunto de conocimientos
técnicos, sino que debe favorecer un proceso más complejo de crecimiento de la
persona humana en su totalidad.
Los jóvenes de hoy piden poder tener una
formación adecuada y completa para mirar al futuro con esperanza, y no con
desilusión.
Numerosas son las potencialidades creativas de Europa en varios
campos de la investigación científica, algunos de los cuales no están
explorados todavía completamente. Baste pensar, por ejemplo, en las fuentes
alternativas de energía, cuyo desarrollo contribuiría mucho a la defensa del
ambiente.
Europa
ha estado siempre en primera línea de un loable compromiso en favor de la
ecología. En efecto, esta tierra nuestra necesita de continuos cuidados y
atenciones, y cada uno tiene una responsabilidad personal en la custodia de la
creación, don precioso que Dios ha puesto en las manos de los hombres.
Esto
significa, por una parte, que la naturaleza está a nuestra disposición, podemos
disfrutarla y hacer buen uso de ella; por otra parte, significa que no somos
los dueños. Custodios, pero no dueños.
Por eso la debemos amar y respetar.
«Nosotros en cambio nos guiamos a menudo por la soberbia de dominar, de poseer,
de manipular, de explotar; no la “custodiamos”, no la respetamos, no la
consideramos como un don gratuito que hay que cuidar».11
Respetar el ambiente
no significa sólo limitarse a evitar estropearlo, sino también utilizarlo para
el bien.
Pienso sobre todo en el sector agrícola, llamado a dar sustento y
alimento al hombre.
No se puede tolerar que millones de personas en el mundo
mueran de hambre, mientras toneladas de restos de alimentos se desechan cada
día de nuestras mesas.
Además, el respeto por la naturaleza nos recuerda que el
hombre mismo es parte fundamental de ella. Junto a una ecología ambiental, se
necesita una ecología humana, hecha del respeto de la persona, que hoy he
querido recordar dirigiéndome a ustedes.
El
segundo ámbito en el que florecen los talentos de la persona humana es el
trabajo.
Es hora de favorecer las políticas de empleo, pero es necesario sobre
todo volver a dar dignidad al trabajo, garantizando también las condiciones
adecuadas para su desarrollo.
Esto implica, por un lado, buscar nuevos modos
para conjugar la flexibilidad del mercado con la necesaria estabilidad y
seguridad de las perspectivas laborales, indispensables para el desarrollo
humano de los trabajadores;
por otro lado, significa favorecer un adecuado
contexto social, que no apunte a la explotación de las personas, sino a
garantizar, a través del trabajo, la posibilidad de construir una familia y de
educar los hijos.
Es
igualmente necesario afrontar juntos la cuestión migratoria.
No se puede
tolerar que el mar Mediterráneo se convierta en un gran cementerio.
En las
barcazas que llegan cotidianamente a las costas europeas hay hombres y mujeres
que necesitan acogida y ayuda.
La ausencia de un apoyo recíproco dentro de la
Unión Europea corre el riesgo de incentivar soluciones particularistas del
problema, que no tienen en cuenta la dignidad humana de los inmigrantes,
favoreciendo el trabajo esclavo y continuas tensiones sociales.
Europa será
capaz de hacer frente a las problemáticas asociadas a la inmigración si es
capaz de proponer con claridad su propia identidad cultural y poner en práctica
legislaciones adecuadas que sean capaces de tutelar los derechos de los
ciudadanos europeos y de garantizar al mismo tiempo la acogida a los inmigrantes;
si es capaz de adoptar políticas correctas, valientes y concretas que ayuden a
los países de origen en su desarrollo sociopolítico y a la superación de sus
conflictos internos – causa principal de este fenómeno –, en lugar de políticas
de interés, que aumentan y alimentan estos conflictos.
Es necesario actuar
sobre las causas y no solamente sobre los efectos.
Señor
Presidente, Excelencias, Señoras y Señores Diputados:
Ser
conscientes de la propia identidad es necesario también para dialogar en modo
propositivo con los Estados que han solicitado entrar a formar parte de la
Unión en el futuro.
Pienso
sobre todo en los del área balcánica, para los que el ingreso en la Unión
Europea puede responder al ideal de paz en una región que ha sufrido mucho por
los conflictos del pasado.
Por último, la conciencia de la propia identidad es
indispensable en las relaciones con los otros países vecinos, particularmente
con aquellos de la cuenca mediterránea, muchos de los cuales sufren a causa de
conflictos internos y por la presión del fundamentalismo religioso y del
terrorismo internacional.
A
ustedes, legisladores, les corresponde la tarea de custodiar y hacer crecer la
identidad europea, de modo que los ciudadanos encuentren de nuevo la confianza
en las instituciones de la Unión y en el proyecto de paz y de amistad en el que
se fundamentan. Sabiendo que «cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más
amplia es su responsabilidad individual y colectiva».12
Les exhorto, pues, a
trabajar para que Europa redescubra su alma buena.
Un
autor anónimo del s. II escribió que «los cristianos representan en el mundo lo
que el alma al cuerpo».13 La función del alma es la de sostener el cuerpo, ser
su conciencia y la memoria histórica. Y dos mil años de historia unen a Europa
y al cristianismo. Una historia en la que no han faltado conflictos y errores,
pero siempre animada por el deseo de construir para el bien.
Lo vemos en la
belleza de nuestras ciudades, y más aún, en la de múltiples obras de caridad y
de edificación común que constelan el Continente.
Esta historia, en gran parte,
debe ser todavía escrita. Es nuestro presente y también nuestro futuro. Es
nuestra identidad. Europa tiene una gran necesidad de redescubrir su rostro
para crecer, según el espíritu de sus Padres fundadores, en la paz y en la
concordia, porque ella misma no está todavía libre de conflictos.
Queridos
Eurodiputados, ha llegado la hora de construir juntos la Europa que no gire en
torno a la economía, sino a la sacralidad de la persona humana, de los valores
inalienables; la Europa que abrace con valentía su pasado, y mire con confianza
su futuro para vivir plenamente y con esperanza su presente.
Ha llegado el
momento de abandonar la idea de una Europa atemorizada y replegada sobre sí
misma, para suscitar y promover una Europa protagonista, transmisora de
ciencia, arte, música, valores humanos y también de fe.
La Europa que contempla
el cielo y persigue ideales;
la Europa que mira, defiende y tutela al hombre;
la Europa que camina sobre la tierra segura y firme, precioso punto de
referencia para toda la humanidad.
Gracias.
24/11/14
22/11/14
Tuve hambre y me diste de comer 23-11- 14 - 34 T Ordinario A- Cristo Rey
Reflexión de Carmen Pallarés:
17/11/14
Madrid: reunión del grupo local
El pasado día 13, se reunió el grupo de Madrid.
Se trató sobre la misericordia.
Somos los cristianos hijos del amor del Padre al Hijo.
16/11/14
14/11/14
Encuentro nacional en Ciempozuelos: Adoración
Foto del Sagrario de la Capilla de Ciempozuelos.
Dado que todo el día giró alrededor de la Misericordia, de nuestro
Padre,
también la oración habla de la Misericordia.
13/11/14
Eco del Encuentro- Andrés Merchan
Pequeños apuntes del
encuentro celebrado en Madrid, los días 7, 8 y 9 de Noviembre de 2.014.
Una de las conclusiones que he
sacado de este encuentro, es que la MISERICORDIA es una de las claves en la
vida del cristiano.
Decía S. Juan XXIII que la
misericordia es uno de los nombres más bonitos que se le pueden dar a Dios.
En verdad que lo es; es imposible
que en este mundo en el que vivimos, se pueda vivir sin la misericordia.
En uno de los momentos me llegué a
preguntar ¿De qué color es la piel de Dios? llegando a la conclusión, como
decía cierta canción :
De qué color es la piel de Dios, de
qué color es la piel de Dios , y contestaba: Dice verde , amarilla, roja y
blanca es, todos son iguales a los ojos de Dios. Dios no tiene color.
Dentro de cada una de nuestras
vidas, hay muchas cosas que nos faltan; pero lo más importante es tener siempre
la presencia de Dios. Dicha vida puede ser más o menos sociable, pero con la
presencia de Él, todos salimos ganando.
Durante estos días he tenido la sensación,
de que estaba arropado por todos los que por unas circunstancias u otras no
habéis podido estar presentes.
En fin, todo ha sido aprender de
todos, esperando que llegue otro encuentro o Pascua, para veros y poder
disfrutar de vuestra presencia, vuestra enseñanza y sentirme a gusto.
Esta vez dándome cuenta de que Dios
es misericordioso, y la siguiente aprendiendo más de Dios y de vosotros.
No quiero terminar este
sencillo comentario, sin hacer referencia, a las tres personas, que nos
ofrecieron o, mejor dicho, nos animaron a seguir
profundizando, en la fe y en la misericordia de Dios.
Estas fueron: Valeriano Gómez, scj, nos habló
de la Misericordia; Maria Fernanda Lacilla, misionera Idente, habló sobre Todos Hijos de Dios Padre; e Inés
Serrano, joven laica , que nos habló sobre Misericordia y comunidad cristiana.
Por si esto fuera poco, tuvimos la
suerte, de vernos agraciados con la
presencia de Jose Luis Munilla, scj, Superior Provincial, al que todos conocemos. Nos
dirigió unas palabras y además presidió la Santa Misa de despedida, en unión de
Pedro Verdú, scj, y de Fernando Garrapucho, scj.
Gracias, Gracias.
Andrés Merchan.
Laico
dehoniano, del grupo Madrid.
12/11/14
9/11/14
Haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo- 9-11- 14 - Dedicación a la Basílica de Letran
Reflexión de Carmen Pallarés:
2/11/14
1/11/14
En casa de mi Padre hay lugar para todos- 2-11- 14 - Conmemoración de todos los difuntos
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