PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles, 17 de junio
de 2020
Catequesis: 7. La
oración de Moisés
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En nuestro itinerario sobre el tema de la oración, nos estamos dando cuenta
de que Dios nunca amó tratar con orantes “fáciles”. Y ni siquiera Moisés será
un interlocutor “débil”, desde el primer día de su vocación.
Cuando Dios lo llama, Moisés es humanamente “un fracasado”. El libro del
Éxodo nos lo representa en la tierra de Madián como un fugitivo. De joven había
sentido piedad por su gente y había tomado partido en defensa de los oprimidos.
Pero pronto descubre que, a pesar de sus buenos propósitos, de sus manos no
brota justicia, si acaso, violencia. He aquí los sueños de gloria que se hacen
trizas: Moisés ya no es un funcionario prometedor, destinado a una carrera
rápida, sino alguien que se ha jugado las oportunidades, y ahora pastorea un
rebaño que ni siquiera es suyo. Y es precisamente en el silencio del desierto
de Madián donde Dios convoca a Moisés a la revelación de la zarza ardiente:
«“Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de
Jacob”. Moisés se cubrió el rostro, porque temía ver a Dios» (Éxodo 3,6).
A Dios que habla, que le invita a ocuparse de nuevo del pueblo de Israel,
Moisés opone sus temores, sus objeciones: no es digno de esa misión, no conoce
el nombre de Dios, no será creído por los israelitas, tiene una lengua que
tartamudea… Y así tantas objeciones. La palabra que florece más a menudo de los
labios de Moisés, en cada oración que dirige a Dios, es la pregunta “¿por
qué?”. ¿Por qué me has enviado? ¿Por qué quieres liberar a este pueblo? En el
Pentateuco hay, de hecho, un pasaje dramático en el que Dios reprocha a Moisés
su falta de confianza, falta que le impedirá la entrada en la tierra prometida.
(cf. Números 20,12).
Con estos temores, con este corazón que a menudo vacila, ¿cómo puede rezar
Moisés? Es más, Moisés parece un hombre como nosotros. Y también esto nos
sucede a nosotros: cuando tenemos dudas, ¿pero cómo podemos rezar? No nos
apetece rezar. Y es por su debilidad, más que por su fuerza, por lo que quedamos
impresionados. Encargado por Dios de transmitir la Ley a su pueblo, fundador
del culto divino, mediador de los misterios más altos, no por ello dejará de
mantener vínculos estrechos con su pueblo, especialmente en la hora de la
tentación y del pecado. Siempre ligado al pueblo. Moisés nunca perdió la
memoria de su pueblo. Y esta es una grandeza de los pastores: no olvidar al
pueblo, no olvidar las raíces. Es lo que dice Pablo a su amado joven obispo
Timoteo: “Acuérdate de tu madre y de tu abuela, de tus raíces, de tu pueblo”.
Moisés es tan amigo de Dios como para poder hablar con Él cara a cara
(cf. Éxodo 33,11); y será tan amigo de los hombres como para
sentir misericordia por sus pecados, por sus tentaciones, por la nostalgia
repentina que los exiliados sienten por el pasado, pensando en cuando estaban
en Egipto.
Moisés no reniega de Dios, pero ni siquiera reniega de su pueblo. Es
coherente con su sangre, es coherente con la voz de Dios. Moisés no es, por lo
tanto, un líder autoritario y despótico; es más, el libro de los Números lo
define como “un hombre muy humilde, más que hombre alguno sobre la haz de la
tierra” (cf. 12, 3). A pesar de su condición de privilegiado, Moisés no deja de
pertenecer a ese grupo de pobres de espíritu que viven haciendo de la confianza
en Dios el consuelo de su camino. Es un hombre del pueblo.
Así, el modo más proprio de rezar de Moisés será la intercesión (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2574). Su
fe en Dios se funde con el sentido de paternidad que cultiva por su pueblo. La
Escritura lo suele representar con las manos tendidas hacia lo alto, hacia
Dios, como para actuar como un puente con su propia persona entre el cielo y la
tierra. Incluso en los momentos más difíciles, incluso el día en que el pueblo
repudia a Dios y a él mismo como guía para hacerse un becerro de oro, Moisés no
es capaz de dejar de lado a su pueblo. Es mi pueblo. Es tu pueblo. Es mi
pueblo. No reniega ni de Dios ni del pueblo.
Y dice a Dios: «¡Ay! Este pueblo ha cometido un gran pecado al hacerse un
dios de oro. Con todo, si te dignas perdonar su pecado..., y si no, bórrame del
libro que has escrito» (Éxodo 32,31-32). Moisés no cambia al
pueblo.
Es el puente, es el intercesor. Los dos, el pueblo y Dios y él está en el
medio. No vende a su gente para hacer carrera. No es un arribista, es un
intercesor: por su gente, por su carne, por su historia, por su pueblo y por
Dios que lo ha llamado. Es el puente. Qué hermoso ejemplo para todos los
pastores que deben ser “puente”. Por eso, se les llama pontifex,
puentes.
Los pastores son puentes entre el pueblo al que pertenecen y Dios, al que
pertenecen por vocación. Así es Moisés: “Perdona Señor su pecado, de otro modo,
si Tú no perdonas, bórrame de tu libro que has escrito. No quiero hacer carrera
con mi pueblo”. Y esta es la oración que los verdaderos creyentes cultivan en
su vida espiritual. Incluso si experimentan los defectos de la gente y su
lejanía de Dios, estos orantes no los condenan, no los rechazan.
La actitud de intercesión es propia de los santos, que, a imitación de
Jesús, son “puentes” entre Dios y su pueblo. Moisés, en este sentido, ha sido
el profeta más grande de Jesús, nuestro abogado e intercesor. (cf. Catecismo de la Iglesia Católica,
2577). Y también hoy, Jesús es el pontifex, es el puente entre
nosotros y el Padre. Y Jesús intercede por nosotros, hace ver al Padre las
llagas que son el precio de nuestra salvación e intercede. Y Moisés es la
figura de Jesús que hoy reza por nosotros, intercede por nosotros.
Moisés nos anima a rezar con el mismo ardor que Jesús, a interceder por el
mundo, a recordar que este, a pesar de sus fragilidades, pertenece siempre a
Dios. Todos pertenecen a Dios. Los peores pecadores, la gente más malvada, los
dirigentes más corruptos son hijos de Dios y Jesús siente esto e intercede por
todos.
Y el mundo vive y prospera gracias a la bendición del justo, a la oración
de piedad, a esta oración de piedad, el santo, el justo, el intercesor, el
sacerdote, el obispo, el Papa, el laico, cualquier bautizado eleva
incesantemente por los hombres, en todo lugar y en todo tiempo de la historia.
Pensemos en Moisés, el intercesor.
Y cuando nos entren las ganas de condenar a alguien y nos enfademos por
dentro —enfadarse hace bien, pero condenar no hace bien— intercedamos por él:
esto nos ayudará mucho.
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