28/2/13

Benedicto XVI : Soy un simple peregrino. Sede vacante






La despedida del Papa Benedicto XVI: sus últimas palabras, su último tuit y su vuelo a Castel Gandolfo



Palabras improvisadas que Benedicto XVI ha dirigido a los habitantes de Castel Gandolfo y alrededores:



 Queridos amigos, estoy feliz de estar con vosotros, rodeado de la belleza del Creador y de vuestra simpatía que me hace mucho bien. 

Gracias por vuestra amistad, vuestro afecto.

Vosotros sabéis que este mi día es diferente a los precedentes: 
no soy ya sumo pontífice de la Iglesia católica --hasta las ocho de esta tarde lo seré todavía, después ya no--. 

Soy un simple peregrino que inicia la última etapa de su peregrinación en esta tierra. 

Pero quiero todavía con mi corazón, con mi amor, con mi oración, con mi reflexión, con todas mis fuerzas interiores, trabajar por el bien común y el bien de la Iglesia y de la humanidad.
Y me siento muy apoyado por vuestra simpatía. 

Vamos adelante con el Señor por el bien de la Iglesia y del mundo. 
Gracias, os doy ahora  con todo el corazón mi bendición. 
Sea bendecido Dios omnipotente, Padre, hijo y Espíritu Santo. 
Gracias ¡buenas noches! ¡Gracias a todos!


Castel Gandolfo,  (Zenit.org)





Sede Vacante


26/2/13

Valencia: Reunión grupo I del IDR





El lunes, día 25 febrero, nos reunimos en los locales de Esic, el grupo I del IDR de la Parroquia S. Fco. Javier, formado en su mayoría por  el grupo  local de laicos dehonianos,   y varios miembros de la parroquia.

Asistimos 18 personas, faltando tres por problemas de salud.
Vimos el Tema 5: Cristo revela al Padre.

1- Oración inicial

2- Proclamación de la Palabra: Juan 14,1-14
3- Breve análisis del texto, situación.
4- Puesta en común
5- Reflexionamos: exposición del tema
6- Diálogo
7- Oración final


Ha sido un encuentro interesante, con un diálogo enriquecedor.
Tras la Pascua tendremos  la celebración del Padre Nuestro en la Parroquia, con todos los grupos  que estamos siguiendo el  IDR. Allí se nos entregará el nuevo libro de este 3º año.





 Señor, muéstranos al Padre y nos basta

Hace tanto que estoy con vosotros
¿y no me conoces, Felipe?

Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre.

¿Cómo dices muéstranos al Padre?

¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?





18/2/13

Mi Joseph Ratzinger, Benedicto XVI. Por J. Mª Salaverri, sm








Cuando me enteré de su elección, hace casi ocho años, se me saltaron las lágrimas de alegría. Cuando leí su renuncia también me vinieron lágrimas a los ojos. No de tristeza precisamente. Me cuesta definir de qué, tal vez de cariño, de comprensión, de empatía. Tengo unos meses más que él… y comprendo.

He titulado estas líneas con un “mi”. Porque no soy vaticanista, ni intelectual, ni cosa parecida, no pretendo elucubrar sobre el tema. Estas sencillas reflexiones son más bien un deber de agradecimiento por la suerte que he tenido de alimentarme de sus enseñanzas durante tantos años…



La declaración
Me ha impresionado la sencillez de su declaración de renuncia. Tanto por el momento como por el contenido. Al estilo de lo que ha sido siempre: sencillo, claro, verdadero. Ha aprovechado una reunión ordinaria a la que asisten algunos cardenales. No los ha convocado expresamente. No ha dramatizado una decisión poco corriente. Ha sido un punto más de una reunión normal. Normalidad de la que ya había hablado con sencillez en las cordiales conversaciones con Peter Seewald  en “Luz del mundo”.
Normal y sincero es también el texto de su declaración. Ya habrá quienes especulen sobre motivaciones ocultas, desengaños, enfrentamientos solapados… Nunca ha sido su estilo tirar la toalla ante dificultades o incomprensiones. Siempre ha sabido hacer frente. Aquí, confiesa sencillamente “falta de fuerzas”, “vigor que en los últimos meses ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me ha sido encomendado”. Tiene la mente lúcida, pero un Papa hoy tiene que moverse mucho, tener jornadas agotadoras…y eso desgasta mucho.
Me ha gustado el estilo sencillo de la declaración, muy medida para ajustarse al derecho canónico vigente. Y aunque toma una decisión distinta de su predecesor, hace una delicada alusión a él diciendo  que ese ministerio, por su naturaleza espiritual puede ser llevado  “en no menor grado sufriendo y rezando”… Pero él, en conciencia, ha tomado otro camino. Da gracias y “pido perdón por todos mis defectos”.
 
 
 
Una idea clave
Descubrí, o mejor descubrimos mi amigo el padre Mario González-Simancas y yo, a Joseph Ratzinger, allá a finales de los años 60. Nos impresionaron su claridad y su visión de la vida del mundo y de la Iglesia. Conservo este párrafo suyo de 1968, que he utilizado con mucha frecuencia pues me pareció profético:  
El porvenir de la Iglesia no puede venir y no vendrá más que de aquellos que tienen profundas raíces y viven en plenitud su fe. No puede venir de aquellos que no saben vivir más que en el instante. Tampoco vendrá de los que critican a los demás y se consideran como la norma de la infalibilidad, ni de los que escogen caminos fáciles y evitan el de la Pasión, el de la Fe, de los que bautizan la mentira y los vejestorios...
El porvenir de la Iglesia, una vez más, llevará la marca de sus santos: es decir de aquellos hombres que encuentran un sentido detrás de las frases, y por eso mismo son modernos. De aquellos hombres capaces de ver con más acuidad porque su vida abarca espacios más amplios. Esta muerte a sí mismo que libera al hombre, sólo se adquiere en la paciencia de las pequeñas renuncias de cada día.”
 
 
Desde entonces le fui siguiendo, leyendo sus escritos (todos no, ¡imposible!), analizando su trabajo en la Congregación de la Doctrina de la Fe (¡qué maravilla de sensatez y ponderación sus dos escritos sobre la teología de la liberación!). Siempre me pareció ver, como en filigrana, en todos sus escritos y actuaciones, estas líneas que acabo de citar.
 
 
 
Benedicto XVI
Por eso cuál no fue mi alegría cuando el 19 de abril de 2005 fue elegido Papa.
Y mi perplejidad al ver las reacciones tan negativas de cierta prensa  y hasta de “fieles” cristianos. Llego a casa y me dicen: ‘¡Sabemos poco de el!’ Fui a mi despacho y les llevé siete u ocho libros suyos, entre ellos su autobiografía. Todos con subrayados a lápiz. Lo siento, pero tengo esa mala costumbre…: `¡Ahí tenéis, una maravilla!’  Peor lo pasé al día siguiente al final de una oración con jóvenes. Uno me dice: - “¡Qué desastre de Papa han elegido!” Le pregunté por qué: - “¡Un inquisidor!  Va a echar abajo todo lo de Juan Pablo II…” Y toda la retahíla de  pinceladas negativas con que la “gran prensa” había ido elaborando el retrato-robot de un ficticio Ratzinger. Sin olvidar lo de “panzercardinal”, un peligroso tanque que nos iba a arrollar. No sirvió para nada decirles que yo lo conocía, que era sencillo, cercano, dialogante. Los prejuicios suelen resultar más fuertes que las razones.
Pedí el salón de actos del Colegio. Anuncié una charla sobre el tema. Hubo lleno. No quise que fuera una simple apología de Benedicto XVI, sino una visión más amplia. De fe y confianza en el Espíritu Santo que anima a la Iglesia. Por eso puse por título “El Papa. Consideraciones, desde la fe, sobre el paso de un Papa a otro”.  Quise mostrar que en este siglo XX, nada fácil, siempre había aparecido el Papa que se necesitaba; y que el Espíritu Santo, alma de la Iglesia, “funciona”.
 
 
 
Han pasado ocho años
Siempre he seguido los Papas de mi vida. A este mucho más. Leyendo todo lo que decía. “¡Qué pontificado!”, me escribía mi amigo Mario, poco antes de su muerte. Efectivamente, en poco tiempo ha enderezado muchas cosas. Decían: ‘No se ganará a los jóvenes’. Y se los ganó en las tres JMJ en las que ha participado. Muchos de sus viajes fueron difíciles –Chequia, Tierra Santa, Reino Unido, Alemania…–. Profetizaron un fracaso, pero al final sus palabras, en todas esos lugares, han sido proféticas. Una maravilla. En las audiencias semanales ha llegado a tener más personas que su predecesor... Ha sido muy claro y muy firme corrigiendo los abusos en la Iglesia. “El barrendero de Dios”, le han llamado. Pocos teólogos contemporáneos han sabido poner en circulación armónica fe, verdad, razón, libertad, caridad. Y un lago etcétera.
Ante su renuncia las apreciaciones han sido en general favorables.  Por eso qué tristeza -y hasta indignación- sentí al leer un articulista, ¡católico!, que lo minimiza, que habla de fracasos (que no cita) y que llega a decir que “ha sido un pontificado gris”. Apreciación injusta y mezquina.
Y ya que salió esa palabra ¡cuánta mezquindad se ha utilizado contra él! Y no me refiero solo al mayordomo. Sino a esos pequeños alfilerazos sutilmente desprestigiadores desde ambientes católicos. Pues ¡cuántas veces he tenido que explicar que sus ‘famosos’ zapatos de Prada no eran de Prada! Sino algo más sencillo y entrañable. Y la mezquindad de aquel artículo, en revista católica, digno del hijo fiel del Evangelio, escandalizado de que a los hijos pródigos del anglicanismo se les facilitara un régimen especial; y diciendo que antes habría que ponerlos en cuarentena por el peligro de llenar la Iglesia de ¡conservadores! No me imagino al Padre esperando cuarenta días para matar el ternero cebado. Y ese otro artículo que señalaba que en las JMJ de Madrid, en la noche de la tormenta, después del maravilloso silencio al aparecer el Santísimo, el Papa tuvo el fallo de no decir: “Ahora ¡a hacer una colecta para el cuerno de África!”. Utopía fuera de lugar. Y peor aún esa fundación, cuyo nombre y directivo prefiero olvidar, -yo la llamaría “Fundación de los 30 monedas”- que cada año premia, en nombre de la libertad, a quien se ha enfrentado al Papa y las enseñanzas de la Iglesia…  Ha habido mucha mezquindad con Benedicto XVI. Él ya previó que los lobos aullarían y pidió oraciones; han aullado, pero él ha seguido su camino impertérrito. Podría añadir más detalles. ¿No hay en todo eso lo que Julián Marías llamaba “rencor contra la excelencia”?
 
 
 
Sí, excelencia… y sencillez
Excelencia, y no como título honorífico, sino como categoría, la de Benedicto XVI. He sentido ganas de llorar. Sí, de llorar de pena, de dolor, y también de ternura al ver a Benedicto XVI de rodillas, pidiendo perdón... y justicia. Leyendo la carta pastoral a los obispos de Irlanda sobre los abusos a menores por parte de sacerdotes y consagrados a Dios. Condenando sin medias tintas esa aberración. Con palabras duras, parecidas a las de Cristo contra los que escandalizan a los pequeños. No ha hablado, como Jesús, de rueda de molino, pero casi, casi… Y a la vez, también como Jesús en la Pasión, llevando a cuestas esos pecados.
Al terminar la peregrinación papal a Tierra santa, Shimon Peres afirmó ante los periodistas:
(Benedicto XVI) ha afrontado las cuestiones más serias de nuestro tiempo. El mundo necesita un gran líder espiritual. Y el Papa tiene ese liderazgo moral y de pensamiento. El problema para ustedes, periodistas, es que no ha sido un viaje para las páginas de los periódicos, ha sido un viaje para los libros de Historia”. 
O las palabras de David Cameron al despedirle de su visita al Reino Unido el 18 de septiembre de 2010: “Gracias por habernos hecho sentar y pensar”. Sí, les hizo pensar. ¡Qué maravilla de concisión y claridad su discurso en Westminster Hall, ante los más relevantes políticos y las dos Cámaras reunidas! Apeló, ante creyentes y agnósticos, a la razón y a la ley natural.
Y en Alemania…, pero no quiero citar más. Sus “lecciones” -es un maestro-  han sido precisas, claras y profundas. Incluso en los libros-entrevista, ¡qué delicia de sencillez y espontaneidad su conversación con Peter Seewald!
 
 
 
Un legado
Este pontificado, breve pero intenso, ha preparado un buen camino para su sucesor. Seriedad y claridad en la Iglesia: ante la pederastia o lo negativo, tolerancia cero. Una prioridad: la santidad. Además un regalo inmenso de cuyo alcance pocos se dan cuenta: los tres libros sobre “Jesús de Nazaret”. Con su categoría de teólogo y la discreta cobertura de Pontífice, nos ha dicho que el Jesús de nuestra fe es el Jesús histórico. Ante un sutil semi-racionalismo infiltrado hoy ha sido claro y rotundo:
Si Dios no tiene poder también sobre la materia, entonces no es Dios”.
 
 
 
Queridos amigos, os invito a volver a leer la cita con qué he comenzado esta ocurrencia. ¿No refleja lo que ha hecho este gran Papa? ¡Gracias, Benedicto XVI!
Y de paso, ¡bienvenido sea su sucesor! Puede contar totalmente con la fidelidad, el cariño y la oración de este marianista ya anciano que ha visto cómo el Espíritu Santo ha hecho maravillas con los sucesivos Papas de su vida.¡Gracias, Señor!

José María Salaverri sm, 15 de febrero de 2013
 
 
 

17/2/13

Creo en Dios (3). Yo creo en Dios: el Creador del cielo y de la tierra, el Creador del eser humano. Por Benedicto XVI



 

 



BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Sala Pablo VI
Miércoles 6 de febrero de 2013

 

Yo creo en Dios: el Creador del cielo y de la tierra, el Creador del eser humano

 

Queridos hermanos y hermanas:

El Credo, que comienza calificando a Dios «Padre omnipotente», como meditamos la semana pasada, añade luego que Él es el «Creador del cielo y de la tierra», y retoma de este modo la afirmación con la que comienza la Biblia. En el primer versículo de la Sagrada Escritura en efecto se lee: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1, 1): es Dios el origen de todas las cosas y en la belleza de la creación se despliega su omnipotencia de Padre que ama.

 

Dios se manifiesta como Padre en la creación, en cuanto origen de la vida, y, al crear, muestra su omnipotencia. Las imágenes usadas por la Sagrada Escritura al respecto son muy sugestivas (cf. Is 40, 12; 45, 18; 48, 13; Sal 104, 2.5; 135, 7; Pr 8, 27-29; Jb 38–39). Él, como un Padre bueno y poderoso, cuida de todo aquello que ha creado con un amor y una fidelidad que nunca decae, dicen repetidamente los Salmos (cf. Sal 57, 11; 108, 5; 36, 6). Así, la creación se convierte en espacio donde conocer y reconocer la omnipotencia del Señor y su bondad, y llega a ser llamamiento a nuestra fe de creyentes para que proclamemos a Dios como Creador. «Por la fe —escribe el autor de la Carta a los Hebreos— sabemos que el universo fue configurado por la Palabra de Dios, de manera que lo visible procede de lo invisible» (11, 3). La fe, por lo tanto, implica saber reconocer lo invisible distinguiendo sus huellas en el mundo visible. El creyente puede leer el gran libro de la naturaleza y entender su lenguaje (cf. Sal 19, 2-5); pero es necesaria la Palabra de revelación, que suscita la fe, para que el hombre pueda llegar a la plena consciencia de la realidad de Dios como Creador y Padre. En el libro de la Sagrada Escritura la inteligencia humana puede encontrar, a la luz de la fe, la clave de interpretación para comprender el mundo. En particular, ocupa un lugar especial el primer capítulo del Génesis, con la solemne presentación de la obra creadora divina que se despliega a lo largo de siete días: en seis días Dios realiza la creación y el séptimo día, el sábado, concluye toda actividad y descansa. Día de la libertad para todos, día de la comunión con Dios. Y así, con esta imagen, el libro del Génesis nos indica que el primer pensamiento de Dios era encontrar un amor que respondiera a su amor. El segundo pensamiento es crear un mundo material donde situar este amor, estas criaturas que le correspondan en libertad. Tal estructura, por lo tanto, hace que el texto esté caracterizado por algunas repeticiones significativas. Por ejemplo, se repite seis veces la frase: «Vio Dios que era bueno» (vv. 4.10.12.18.21.25), para concluir, la séptima vez, después de la creación del hombre: «Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno» (v. 31). Todo lo que Dios crea es bello y bueno, impregnado de sabiduría y de amor; la acción creadora de Dios trae orden, introduce armonía, dona belleza. En el relato del Génesis emerge luego que el Señor crea con su Palabra: en el texto se lee diez veces la expresión «Dijo Dios» (vv. 3.6.9.11.14.20.24.26.28.29). Es la palabra, el Logos de Dios, lo que está en el origen de la realidad del mundo; y al decir: «Dijo Dios», fue así, subraya el poder eficaz de la Palabra divina. El Salmista canta de esta forma: «La Palabra del Señor hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos... porque Él lo dijo, y existió; Él lo mandó y todo fue creado» (33, 6.9). La vida brota, el mundo existe, porque todo obedece a la Palabra divina.

 

Pero hoy nuestra pregunta es: en la época de la ciencia y de la técnica, ¿tiene sentido todavía hablar de creación? ¿Cómo debemos comprender las narraciones del Génesis? La Biblia no quiere ser un manual de ciencias naturales; quiere en cambio hacer comprender la verdad auténtica y profunda de las cosas. La verdad fundamental que nos revelan los relatos del Génesis es que el mundo no es un conjunto de fuerzas entre sí contrastantes, sino que tiene su origen y su estabilidad en el Logos, en la Razón eterna de Dios, que sigue sosteniendo el universo. Hay un designio sobre el mundo que nace de esta Razón, del Espíritu creador. Creer que en la base de todo exista esto, ilumina cualquier aspecto de la existencia y da la valentía para afrontar con confianza y esperanza la aventura de la vida. Por lo tanto, la Escritura nos dice que el origen del ser, del mundo, nuestro origen no es lo irracional y la necesidad, sino la razón y el amor y la libertad. De ahí la alternativa: o prioridad de lo irracional, de la necesidad, o prioridad de la razón, de la libertad, del amor. Nosotros creemos en esta última posición.

 

Pero quisiera decir una palabra también sobre aquello que es el vértice de toda la creación: el hombre y la mujer, el ser humano, el único «capaz de conocer y amar a su Creador» (const. past. Gaudium et spes, 12). El Salmista, mirando a los cielos, se pregunta: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado. ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano, para mirar por él?» (8, 4-5). El ser humano, creado con amor por Dios, es algo muy pequeño ante la inmensidad del universo. A veces, mirando fascinados las enormes extensiones del firmamento, también nosotros hemos percibido nuestra limitación. El ser humano está habitado por esta paradoja: nuestra pequeñez y nuestra caducidad conviven con la grandeza de aquello que el amor eterno de Dios ha querido para nosotros.

 

Los relatos de la creación en el Libro del Génesis nos introducen también en este misterioso ámbito, ayudándonos a conocer el proyecto de Dios sobre el hombre. Antes que nada afirman que Dios formó al hombre con el polvo de la tierra (cf. Gn 2, 7). Esto significa que no somos Dios, no nos hemos hecho solos, somos tierra; pero significa también que venimos de la tierra buena, por obra del Creador bueno. A esto se suma otra realidad fundamental: todos los seres humanos son polvo, más allá de las distinciones obradas por la cultura y la historia, más allá de toda diferencia social; somos una única humanidad plasmada con la única tierra de Dios. Hay, luego, un segundo elemento: el ser humano se origina porque Dios sopla el aliento de vida en el cuerpo modelado de la tierra (cf. Gn 2, 7). El ser humano está hecho a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26-27). Todos, entonces, llevamos en nosotros el aliento vital de Dios, y toda vida humana —nos dice la Biblia— está bajo la especial protección de Dios. Esta es la razón más profunda de la inviolabilidad de la dignidad humana contra toda tentación de valorar a la persona según criterios utilitaristas y de poder. El ser a imagen y semejanza de Dios indica luego que el hombre no está cerrado en sí mismo, sino que tiene una referencia esencial en Dios.

 

En los primeros capítulos del Libro del Génesis encontramos dos imágenes significativas: el jardín con el árbol del conocimiento del bien y del mal y la serpiente (cf. 2, 15-17; 3, 1-5). El jardín nos dice que la realidad en la que Dios puso al ser humano no es una foresta salvaje, sino un lugar que protege, nutre y sostiene; y el hombre debe reconocer el mundo no como propiedad que se puede saquear y explotar, sino como don del Creador, signo de su voluntad salvífica, don que se ha de cultivar y custodiar, que se debe hacer crecer y desarrollar en el respeto, en la armonía, siguiendo en él los ritmos y la lógica, según el designio de Dios (cf. Gn 2, 8-15). La serpiente es una figura que deriva de los cultos orientales de la fecundidad, que fascinaban a Israel y constituían una constante tentación de abandonar la misteriosa alianza con Dios. A la luz de esto, la Sagrada Escritura presenta la tentación que sufrieron Adán y Eva como el núcleo de la tentación y del pecado. ¿Qué dice, en efecto, la serpiente? No niega a Dios, pero insinúa una pregunta solapada: «¿Conque Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín?» (Gn 3, 2). De este modo la serpiente suscita la sospecha de que la alianza con Dios es como una cadena que ata, que priva de la libertad y de las cosas más bellas y preciosas de la vida. La tentación se convierte en la de construirse solos el mundo donde se vive, de no aceptar los límites de ser creatura, los límites del bien y del mal, de la moralidad; la dependencia del amor creador de Dios se ve como un peso del que hay que liberarse. Este es siempre el núcleo de la tentación. Pero cuando se desvirtúa la relación con Dios, con una mentira, poniéndose en su lugar, todas las demás relaciones se ven alteradas. Entonces el otro se convierte en un rival, en una amenaza: Adán, después de ceder a la tentación, acusa inmediatamente a Eva (cf. Gn 3, 12); los dos se esconden de la mirada de aquel Dios con quien conversaban en amistad (cf. 3, 8-10); el mundo ya no es el jardín donde se vive en armonía, sino un lugar que se ha de explotar y en el cual se encubren insidias (cf. 3, 14-19); la envidia y el odio hacia el otro entran en el corazón del hombre: ejemplo de ello es Caín que mata al propio hermano Abel (cf. 4, 3-9). Al ir contra su Creador, en realidad el hombre va contra sí mismo, reniega de su origen y por lo tanto de su verdad; y el mal entra en el mundo, con su penosa cadena de dolor y de muerte. Cuanto Dios había creado era bueno, es más, muy bueno; después de esta libre decisión del hombre a favor de la mentira contra la verdad, el mal entra en el mundo.

 

De los relatos de la creación, quisiera poner de relieve una última enseñanza: el pecado engendra pecado y todos los pecados de la historia están vinculados entre sí. Este aspecto nos impulsa a hablar del llamado «pecado original». ¿Cuál es el significado de esta realidad, difícil de comprender? Desearía solamente mencionar algún elemento. Antes que nada debemos considerar que ningún hombre está cerrado en sí mismo, nadie puede vivir solo de sí y para sí; nosotros recibimos la vida de otro y no sólo en el momento del nacimiento, sino cada día. El ser humano es relación: yo soy yo mismo sólo en el tú y a través del tú, en la relación del amor con el Tú de Dios y el tú de los demás. Pues bien, el pecado consiste en enturbiar o destruir la relación con Dios, esta es su esencia: destruir la relación con Dios, la relación fundamental, situarse en el lugar de Dios. El Catecismo de la Iglesia católica afirma que con el primer pecado el hombre «hizo la elección de sí mismo contra Dios, contra las exigencias de su estado de creatura y, por tanto, contra su propio bien» (n. 398). Alterada la relación fundamental, se comprometen o se destruyen también los demás polos de la relación, el pecado arruina las relaciones, así arruina todo, porque nosotros somos relación. Ahora, si la estructura relacional de la humanidad está turbada desde el inicio, todo hombre entra en un mundo marcado por esta alteración de las relaciones, entra en un mundo turbado por el pecado, del cual es marcado personalmente; el pecado inicial menoscaba e hiere la naturaleza humana (cf. Catecismo de la Iglesia católica, 404-406). Y el hombre por sí solo, uno solo, no puede salir de esta situación, no puede redimirse solo; solamente el Creador mismo puede restaurar las justas relaciones. Sólo si Aquél de quien nos hemos alejado viene a nosotros y nos tiende la mano con amor, las justas relaciones pueden reanudarse. Esto acontece en Jesucristo, que realiza exactamente el itinerario inverso del que hizo Adán, como describe el himno en el segundo capítulo de la Carta de San Pablo a los Filipenses (2, 5-11): así como Adán no reconoce que es creatura y quiere ponerse en el lugar de Dios, Jesús, el Hijo de Dios, está en en una relación filial perfecta con el Padre, se abaja, se convierte en siervo, recorre el camino del amor humillándose hasta la muerte de cruz, para volver a poner en orden las relaciones con Dios. La Cruz de Cristo se convierte de este modo en el nuevo árbol de la vida.

 

Queridos hermanos y hermanas, vivir de fe quiere decir reconocer la grandeza de Dios y aceptar nuestra pequeñez, nuestra condición de creaturas dejando que el Señor la colme con su amor y crezca así nuestra verdadera grandeza. El mal, con su carga de dolor y de sufrimiento, es un misterio que la luz de la fe ilumina, que nos da la certeza de poder ser liberados de él: la certeza de que es bueno ser hombre.

 



12/2/13

Elogio de una renuncia. Manuel Fraijó





Con su gesto, Benedicto XVI ha quedado investido de la autoridad del “testimonio”, la que Jesús de Nazaret más elogió. Antes, en sus libros, Ratzinger nos dejó la autoridad de la “argumentación”. Ahora se retira a rezar
 
Benedicto_XVI100
 
Dejó dicho el filósofo alemán Hegel que los grandes hombres no son solo los grandes inventores, sino aquellos que cobraron conciencia de lo que era necesario en un determinado momento de la historia. Benedicto XVI ha considerado necesario, como hace cinco siglos lo consideró el austero y piadoso monje Celestino V, renunciar libre y responsablemente al pontificado. No es, por cierto, su primera gran renuncia. Hace más de 40 años renunció a su cátedra de Teología en la Universidad de Tubinga, una de las más prestigiosas de Alemania y del mundo. En aquella ocasión también alegó “falta de fuerzas”. No se sentía capaz de comprender las exigencias de la revolución universitaria de Mayo del 68; confesó, además, que los aires teológico-filosóficos que soplaban en la hermosa ciudad del Neckar, en la que el canto heterodoxo del filósofo marxista E. Bloch a la esperanza recibía aplausos y parabienes de la teología católica y protestante, no respondían a su propia articulación de la esperanza cristiana. El teólogo Ratzinger sintió que Tubinga no era su casa y la cambió, en un gran gesto de generosa renuncia, por Ratisbona, cuya modesta Facultad de Teología no podía competir con la de Tubinga. No recuerdo ningún precedente similar. El resto es bien conocido: de Ratisbona fue llamado por Juan Pablo II a los honores y responsabilidades que todos conocemos y a los que renunciará el próximo día 28 de febrero.
 
 
Benedicto XVI ha alegado “falta de fuerzas” para realizar convenientemente su misión. Sin embargo, papas con muchas menos fuerzas que él no contemplaron la posibilidad de renunciar. Sin duda, también ellos lo hicieron desde su sentido de la responsabilidad, pensando que era lo que la tradición de la Iglesia les exigía; pero, sin ánimo de echar a pelear a unos papas contra otros, valoro extraordinariamente el gesto de Benedicto XVI. Cuando fue elegido Papa, algunos de los que habíamos tenido la suerte de escuchar, por poco tiempo, sus clases comentábamos: “Es demasiado inteligente para limitarse a ser un papa conservador”. Reconozco que, durante su pontificado, no pocas veces nos tuvimos que “tragar” nuestro optimista pronóstico. Cabizbajos concedíamos que su actuación no respondía a lo que habíamos esperado, tal vez soñado.
 
Fue uno de esos teólogos alemanes “encariñados” con el carácter absoluto del cristianismo. Pero, así como hay un tiempo para ejercer la crítica —Benedicto XVI la ha sufrido con creces, unas veces con razón, otras sin ella—, llega también la hora de los elogios. Esa hora acaba de sonar. Su renuncia al pontificado para retirarse, de nuevo como Celestino V, a un convento a rezar, pensar y escribir marcará en la Iglesia un antes y un después. Benedicto XVI ha quedado investido de la autoridad del “testimonio”, la que Jesús de Nazaret más elogió. Y en sus libros, Ratzinger nos dejó la autoridad de la “argumentación”. Ambas autoridades sumadas ofrecen un buen balance. Los alumnos de ayer estamos hoy contentos: el maestro está resultando ser algo más que un Papa “conservador” o, al menos, conservador con un inaudito rasgo de genialidad: su renuncia.
 
Permítaseme un matiz más sobre su carácter conservador: no se debería olvidar que Ratzinger pertenece a una generación de grandes teólogos alemanes “encariñados” con el carácter absoluto del cristianismo. A ellos les estaba reservada la nada fácil tarea de renunciar a un cristianismo entendido como verdad absoluta, superior en todo a las restantes religiones. De pronto se encontraron, a raíz del concilio Vaticano II, con una especie de ONU religiosa en la que las grandes y pequeñas potencias de la fe reclamaban el mismo derecho de voto. Karl Rahner habló del “escándalo” que esta revolución suponía para el cristianismo. Pero se trató —hay que consignarlo con agradecimiento— de una revolución pretendida y orquestada por los grandes teólogos del Vaticano II, entre los que, junto al joven Hans Küng, estaba el entonces también joven Ratzinger. Es verdad que después ha habido retrocesos y añoranzas de viejos privilegios seculares; pero así es la vida y así discurre la historia. Es comprensible, casi inevitable, que las familias ricas venidas a menos añoren de cuando en cuando los privilegios de antaño. La prohibición de mirar hacia atrás implicaría, pienso, un rigor excesivo. Hay que permitir que los viejos recuerdos conforten a nuestros mayores. No puede extrañar que los mismos teólogos que abolieron el estatus privilegiado del cristianismo lo recuerden con cierta melancolía. Ha sido, creo, el caso de Benedicto XVI.
 
Ninguna religión debería ahorrar a sus seguidores la dramática experiencia de buscar la verdad . Después de esta especie de alegato en favor de la comprensión de los que, como Benedicto XVI, vivieron y añoran otros tiempos, hay que añadir que ni las religiones ni sus representantes deben obviar un cierto relativismo. Su compromiso con el pensamiento y con la búsqueda de la verdad las introduce de lleno en la aventura relativista. A no ser, claro está, que de nuevo se declaren poseedoras de la verdad absoluta. En tal caso habría que recordarles las palabras de nuestro poeta José Ángel Valente: “Murió, es decir, supo la verdad”. Pero, mientras tanto, mientras no llegue el final, habrá que prestar atención a Lessing, que prefería la “búsqueda de la verdad” a la “posesión definitiva” de esta. Ninguna religión debería ahorrar a sus seguidores la dramática experiencia de la búsqueda de la verdad. La verdad no se puede servir en bandeja. Solo su búsqueda diaria nos va convirtiendo en ciudadanos de un mundo perplejo y cambiante. En realidad, sin un cierto relativismo no es posible la convivencia. La experiencia enseña que todo el que camina por la historia exhibiendo absolutos deja un mal recuerdo. Lo humano es el ámbito humilde de lo relativo, también en la esfera de las religiones. El mundo al que se asoma el creyente religioso es tan misterioso, tan tremendo y fascinante, tan abierto e inseguro que deja poco espacio para las convicciones fundamentalistas, esas que, según Nietzsche, se convierte en “prisiones”. No conviene olvidar el “nada es cierto” de Pascal. Por supuesto: nadie debería exigir a Benedicto XVI, ni a ningún papa, que se convierta en un predicador del relativismo; pero se ha echado de menos en su pontificado, dicho con la suavidad que exige la hora de los elogios, una cierta comprensión e indulgencia hacia el relativismo.
 
La genialidad de la renuncia de Benedicto XVI, que ahora tendrá que ser imitada por los escalones inferiores de la jerarquía católica, tiene muchas raíces, pero me permito destacar la para él más importante: Ratzinger es un gran creyente cristiano. Dentro del cristianismo, la oración desempeña un papel decisivo. Y Ratzinger, hombre profundamente espiritual, rezó siempre, en la cátedra y en el pontificado. Hondamente convencido de la verdad y bondad del cristianismo, intentó siempre predicarlo como mejor sabe.
 
Su renuncia, tan sorprendente, llega en un buen momento. Su reconocimiento de que le “faltan las fuerzas” puede dar que pensar a un mundo de “poderosos”, casi de omnipotentes, en el que casi nadie dimite, aunque tenga sobrados motivos para ello. Nos puede recordar que tenemos una cita ineludible con la finitud, con los acabamientos definitivos. Nadie se queda para siempre. Lo decía Bergamín: “¿Qué más te da no saber a qué carta quedarte si después de todo no te vas a quedar?”. Rahner insistía en que la definición cristiana de la muerte es “hacer sitio”. Benedicto XVI ha decidido hacer sitio antes de que le llegue la hora final. Algunos han manifestado ya su temor de que “un papa vivo” pueda condicionar al futuro cónclave. Cualquiera que conozca un poco al dimisionario sabe que eso no ocurrirá. Ratzinger no es, creo, de los que renuncian al poder para seguirlo ejerciendo en la sombra. Además: no es poco poder el que acaba de ejercer: romper con el tabú de que el papa debe morir papa. Benedicto XVI, tan conservador, acaba de hacer un respetable guiño a la modernidad de la Iglesia. No hay que excluir que su gesto ponga en marcha otras reformas necesarias y deseables.
 
Manuel Fraijó es catedrático de Filosofía de la Religión de la UNED, autor de “El Cristianismo, una aproximación”. Fue alumno de Ratzinger en Alemania.
 

11/2/13

Benedicto XVI renuncia al Papado




Por sorpresa, Joseph Ratzinger, elegido papa en 2005 con el nombre de Benedicto XVI, anuncia a la Iglesia y al mundo su renuncia al Pontificado. Es el papa nº 265 de la larga lista desde Pedro el pescador, y uno de los poquísimos que renuncia, pensando ante Dios que es su último servicio a la Iglesia.

 
 





Estas son sus palabras al anunciar esta histórica renuncia, ante los cardenales:
 
"Queridísimos hermanos,
Os he convocado a este Consistorio, no sólo para las tres causas de canonización, sino también para comunicaros una decisión de gran importancia para la vida de la Iglesia.
 
Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino. Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando.
 
Sin embargo, en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado.
 
Por esto, siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro, que me fue confiado por medio de los Cardenales el 19 de abril de 2005, de forma que, desde el 28 de febrero de 2013, a las 20.00 horas, la sede de Roma, la sede de San Pedro, quedará vacante y deberá ser convocado, por medio de quien tiene competencias, el cónclave para la elección del nuevo Sumo Pontífice.
 
 
Queridísimos hermanos, os doy las gracias de corazón por todo el amor y el trabajo con que habéis llevado junto a mí el peso de mi ministerio, y pido perdón por todos mis defectos.
 
Ahora, confiamos la Iglesia al cuidado de su Sumo Pastor, Nuestro Señor Jesucristo, y suplicamos a María, su Santa Madre, que asista con su materna bondad a los Padres Cardenales al elegir el nuevo Sumo Pontífice. Por lo que a mi respecta, también en el futuro, quisiera servir de todo corazón a la Santa Iglesia de Dios con una vida dedicada a la plegaria."

 

El documento eclesial por el que se regula el tiempo de "Sede vacante" (que comenzará el 28 de febrero, cuando el papa haga efectiva su renuncia) y los preparativos para la elección del nuevo papa (comprendido el Cónclave).

Es un documento publicado por Juan Pablo II en 1996, en el que curiosamente no se tenía en cuenta lo que ha sucedido... que la Sede vacante se produjera no por la muerte del Pontífice, sino por su dimisión:




 

6/2/13

Cuaresma dehonianos





¿Te has dado una vuelta por el mapa de esta Cuaresma? Recuerda que ya están disponibles todos los materiales para esta Cuaresma. Será un viaje inesperado... ¡pero que conduce a la vida! No olvides utilizar las redes y compartir tus experiencias... ¡así nos enriqueceremos todos! ¿Te animas?
Las grandes historias, y con ellas los grandes finales, siempre tienen un inicio, un camino previo, que per...
miten a los personajes madurar, presentarse a los otros... Eso es la Cuaresma: un viaje inesperado donde nunca, ¡nunca! estamos solos. Dios está con nosotros, CONTIGO.

Para este viaje te proponemos una pequeña dinámica:
Cada semana tendrás a tu disposición una "Guía del caminante", una pequeña ficha con las características de una determinada zona del mapa. En ella podrás encontrar también "Lugares cercanos", "Qué ver", y otros apuntes que harán de tu viaje en esta Cuaresma un camino diferente.

 




5/2/13

Creo en Dios (2)- Él es Padre omnipotente. Catequesis del Papa




BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Sala Pablo VI
Miércoles 30 de enero de 2013

Queridos hermanos y hermanas:

Quisiera hablar hoy sobre la primera y fundamental definición que el Credo nos presenta de Dios: Él es Padre omnipotente.
La revelación bíblica nos ayuda a comprender esta expresión. Dios es Padre porque nos ha elegido y bendecido antes de la creación del mundo; nos ha hecho realmente sus hijos en Jesús; porque acompaña nuestra existencia, dándonos su Palabra, sus enseñanzas, su gracia y su Espíritu, y porque podemos confiar en su perdón cuando nos equivocamos de camino. Él es un Padre bueno, que no abandona, sino que sostiene, ayuda y salva con una fidelidad que sobrepasa infinitamente la de los hombres. Nos ha dado a su Hijo para que seamos hijos suyos y nos ofrece el Espíritu Santo para que podamos llamarle, en verdad, «Abbá, Padre».
Su grandeza como Padre omnipotente se manifiesta plenamente sobre la cruz gloriosa de su Hijo. No es una fuerza arbitraria que cambia los acontecimientos o anula el dolor, sino que se expresa en la misericordia, en el perdón, en la incansable llamada a la conversión y en una actitud de paciencia, mansedumbre y amor.

4/2/13

«Creo en Dios»(1) Catequesis del Papa






BENEDICTO XVI

 

AUDIENCIA GENERAL

 

Sala Pablo VI
Miércoles 23 de enero de 2013

 


«Creo en Dios»


Queridos hermanos y hermanas:

En este Año de la fe quisiera comenzar hoy a reflexionar con vosotros sobre el Credo, es decir, sobre la solemne profesión de fe que acompaña nuestra vida de creyentes. El Credo comienza así: «Creo en Dios». Es una afirmación fundamental, aparentemente sencilla en su esencialidad, pero que abre al mundo infinito de la relación con el Señor y con su misterio. Creer en Dios implica adhesión a Él, acogida de su Palabra y obediencia gozosa a su revelación. Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, «la fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela» (n. 166). Poder decir que creo en Dios es, por lo tanto, a la vez un don —Dios se revela, viene a nuestro encuentro— y un compromiso, es gracia divina y responsabilidad humana, en una experiencia de diálogo con Dios que, por amor, «habla a los hombres como amigos» (Dei Verbum, 2), nos habla a fin de que, en la fe y con la fe, podamos entrar en comunión con Él.

¿Dónde podemos escuchar a Dios y su Palabra? Es fundamental la Sagrada Escritura, donde la Palabra de Dios se hace audible para nosotros y alimenta nuestra vida de «amigos» de Dios. Toda la Biblia relata la revelación de Dios a la humanidad; toda la Biblia habla de fe y nos enseña la fe narrando una historia en la que Dios conduce su proyecto de redención y se hace cercano a nosotros, los hombres, a través de numerosas figuras luminosas de personas que creen en Él y a Él se confían, hasta la plenitud de la revelación en el Señor Jesús.

Es muy bello, al respecto, el capítulo 11 de la Carta a los Hebreos, que acabamos de escuchar. Se habla de la fe y se ponen de relieve las grandes figuras bíblicas que la han vivido, convirtiéndose en modelo para todos los creyentes. En el primer versículo, dice el texto: «La fe es fundamento de lo que se espera y garantía de lo que no se ve» (11, 1). Los ojos de la fe son, por lo tanto, capaces de ver lo invisible y el corazón del creyente puede esperar más allá de toda esperanza, precisamente como Abrahán, de quien Pablo dice en la Carta a los Romanos que «creyó contra toda esperanza» (4, 18).
Y es precisamente sobre Abrahán en quien quisiera detenerme y detener nuestra atención, porque él es la primera gran figura de referencia para hablar de fe en Dios: Abrahán el gran patriarca, modelo ejemplar, padre de todos los creyentes (cf. Rm 4, 11-12). La Carta a los Hebreos lo presenta así: «Por la fe obedeció Abrahán a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin saber adónde iba. Por fe vivió como extranjero en la tierra prometida, habitando en tiendas, y lo mismo Isaac y Jacob, herederos de la misma promesa, mientras esperaba la ciudad de sólidos cimientos cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios» (11, 8-10).

El autor de la Carta a los Hebreos hace referencia aquí a la llamada de Abrahán, narrada en el Libro del Génesis, el primer libro de la Biblia. ¿Qué pide Dios a este patriarca? Le pide que se ponga en camino abandonando la propia tierra para ir hacia el país que le mostrará: «Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré» (Gn 12 ,1). ¿Cómo habríamos respondido nosotros a una invitación similar? Se trata, en efecto, de partir en la oscuridad, sin saber adónde le conducirá Dios; es un camino que pide una obediencia y una confianza radical, a lo cual sólo la fe permite acceder. Pero la oscuridad de lo desconocido —adonde Abrahán debe ir— se ilumina con la luz de una promesa; Dios añade al mandato una palabra tranquilizadora que abre ante Abrahán un futuro de vida en plenitud: «Haré de ti una gran nación, te bendeciré, haré famoso tu nombre... y en ti serán benditas todas las familias de la tierra» (Gn 12, 2.3).

La bendición, en la Sagrada Escritura, está relacionada principalmente con el don de la vida que viene de Dios, y se manifiesta ante todo en la fecundidad, en una vida que se multiplica, pasando de generación en generación. Y con la bendición está relacionada también la experiencia de la posesión de una tierra, de un lugar estable donde vivir y crecer en libertad y seguridad, temiendo a Dios y construyendo una sociedad de hombres fieles a la Alianza, «reino de sacerdotes y nación santa» (cf. Ex 19, 6).

Por ello Abrahán, en el proyecto divino, está destinado a convertirse en «padre de muchedumbre de pueblos» (Gn 17, 5; cf. Rm 4, 17-18) y a entrar en una tierra nueva donde habitar. Sin embargo Sara, su esposa, es estéril, no puede tener hijos; y el país hacia el cual le conduce Dios está lejos de su tierra de origen, ya está habitado por otras poblaciones, y nunca le pertenecerá verdaderamente. El narrador bíblico lo subraya, si bien con mucha discreción: cuando Abrahán llega al lugar de la promesa de Dios: «en aquel tiempo habitaban allí los cananeos» (Gn 12, 6). La tierra que Dios dona a Abrahán no le pertenece, él es un extranjero y lo será siempre, con todo lo que comporta: no tener miras de posesión, sentir siempre la propia pobreza, ver todo como don. Ésta es también la condición espiritual de quien acepta seguir al Señor, de quien decide partir acogiendo su llamada, bajo el signo de su invisible pero poderosa bendición. Y Abrahán, «padre de los creyentes», acepta esta llamada en la fe. Escribe san Pablo en la Carta a los Romanos: «Apoyado en la esperanza, creyó contra toda esperanza que llegaría a ser padre de muchos pueblos, de acuerdo con lo que se le había dicho: Así será tu descendencia. Y, aunque se daba cuenta de que su cuerpo estaba ya medio muerto —tenía unos cien años— y de que el seno de Sara era estéril, no vaciló en su fe. Todo lo contrario, ante la promesa divina no cedió a la incredulidad, sino que se fortaleció en la fe, dando gloria a Dios, pues estaba persuadido de que Dios es capaz de hacer lo que promete» (Rm 4, 18-21).

La fe lleva a Abrahán a recorrer un camino paradójico. Él será bendecido, pero sin los signos visibles de la bendición: recibe la promesa de llegar a ser un gran pueblo, pero con una vida marcada por la esterilidad de su esposa, Sara; se le conduce a una nueva patria, pero deberá vivir allí como extranjero; y la única posesión de la tierra que se le consentirá será el de un trozo de terreno para sepultar allí a Sara (cf. Gn 23, 1-20). Abrahán recibe la bendición porque, en la fe, sabe discernir la bendición divina yendo más allá de las apariencias, confiando en la presencia de Dios incluso cuando sus caminos se presentan misteriosos.

¿Qué significa esto para nosotros? Cuando afirmamos: «Creo en Dios», decimos como Abrahán: «Me fío de Ti; me entrego a Ti, Señor», pero no como a Alguien a quien recurrir sólo en los momentos de dificultad o a quien dedicar algún momento del día o de la semana. Decir «creo en Dios» significa fundar mi vida en Él, dejar que su Palabra la oriente cada día en las opciones concretas, sin miedo de perder algo de mí mismo. Cuando en el Rito del Bautismo se pregunta tres veces: «¿Creéis?» en Dios, en Jesucristo, en el Espíritu Santo, en la santa Iglesia católica y las demás verdades de fe, la triple respuesta se da en singular: «Creo», porque es mi existencia personal la que debe dar un giro con el don de la fe, es mi existencia la que debe cambiar, convertirse. Cada vez que participamos en un Bautizo deberíamos preguntarnos cómo vivimos cada día el gran don de la fe.

Abrahán, el creyente, nos enseña la fe; y, como extranjero en la tierra, nos indica la verdadera patria. La fe nos hace peregrinos, introducidos en el mundo y en la historia, pero en camino hacia la patria celestial. Creer en Dios nos hace, por lo tanto, portadores de valores que a menudo no coinciden con la moda y la opinión del momento, nos pide adoptar criterios y asumir comportamientos que no pertenecen al modo de pensar común. El cristiano no debe tener miedo a ir «a contracorriente» por vivir la propia fe, resistiendo la tentación de «uniformarse». En muchas de nuestras sociedades Dios se ha convertido en el «gran ausente» y en su lugar hay muchos ídolos, ídolos muy diversos, y, sobre todo, la posesión y el «yo» autónomo. Los notables y positivos progresos de la ciencia y de la técnica también han inducido al hombre a una ilusión de omnipotencia y de autosuficiencia; y un creciente egocentrismo ha creado no pocos desequilibrios en el seno de las relaciones interpersonales y de los comportamientos sociales.

Sin embargo, la sed de Dios (cf. Sal 63, 2) no se ha extinguido y el mensaje evangélico sigue resonando a través de las palabras y la obras de tantos hombres y mujeres de fe. Abrahán, el padre de los creyentes, sigue siendo padre de muchos hijos que aceptan caminar tras sus huellas y se ponen en camino, en obediencia a la vocación divina, confiando en la presencia benévola del Señor y acogiendo su bendición para convertirse en bendición para todos. Es el bendito mundo de la fe al que todos estamos llamados, para caminar sin miedo siguiendo al Señor Jesucristo. Y es un camino algunas veces difícil, que conoce también la prueba y la muerte, pero que abre a la vida, en una transformación radical de la realidad que sólo los ojos de la fe son capaces de ver y gustar en plenitud.

Afirmar «creo en Dios» nos impulsa, entonces, a ponernos en camino, a salir continuamente de nosotros mismos, justamente como Abrahán, para llevar a la realidad cotidiana en la que vivimos la certeza que nos viene de la fe: es decir, la certeza de la presencia de Dios en la historia, también hoy; una presencia que trae vida y salvación, y nos abre a un futuro con Él para una plenitud de vida que jamás conocerá el ocaso.


Laicos Dehonianos-Video

Video clip donde el corazón